martes, 9 de octubre de 2007

Adiós, hermano mío

por John Cheever




Somos una familia que siempre estuvo espiritualmente muy unida. Nuestro padre se ahogó en un accidente marino cuando éramos pequeños, y nuestra madre siempre destacó el hecho de que nuestras relaciones de familia tienen una suerte de permanencia que nunca volveremos a encontrar. No pienso mucho en la familia, pero cuando recuerdo a sus miembros y la costa en que vivían y la sal marina que según creo fluye por nuestras venas, me alegro de recordar que soy un Pommeroy (que tengo la nariz, el color de la piel y la promesa de la longevidad) y que si bien no somos una familia distinguida, cuando nos reunimos compartimos la ilusión de que los Pommeroy son únicos. No digo esto porque me interese en la historia de la familia o porque este sentimiento de originalidad sea profundo o importante para mí, sino para aclarar la idea de que nos guardamos mutua lealtad a pesar de nuestras diferencias, y de que cualquier acto que implique faltar a esta lealtad es fuente de confusión y dolor.

Somos cuatro hijos; mi hermana Diana y los tres hombres, Chaddy, Lawrence y yo. Como ocurre en la mayoría de las familias en que los hijos ya sobrepasaron la veintena, nos hemos separado a causa del trabajo, el matrimonio y la guerra. Helen y yo vivimos en Long Island, con nuestros cuatro hijos. Yo enseño en un colegio secundario y ya pasé la edad en que espero me designen director, pero respeto mi trabajo. Chaddy, que ha prosperado más que el resto, vive en Manhattan con Odette y sus hijos. Mamá vive en Filadelfia, y después de su divorcio Diana ha estado residiendo en Francia, pero en verano vuelve a Estados Unidos para pasar un mes en el Promontorio. El Promontorio es un lugar de veraneo en la costa de una de las islas de Massachusetts. Solíamos tener aquí un cottage, y durante los años veinte nuestro padre construyó la gran casa. Se levanta sobre un risco, a orillas del mar, y salvo Saint Tropez y algunas aldeas de los Apeninos, es mi lugar favorito en el mundo. Todos compartimos la propiedad del lugar y contribuimos con dinero a su mantenimiento.

Nuestro hermano menor, Lawrence, es abogado, y después de la guerra consiguió empleo en una firma de Cleveland, y no lo vimos durante cuatro años. Cuando decidió salir de Cleveland para ir a trabajar con una firma de Albany, escribió que entre un empleo y el otro pasaría diez días en el Promontorio con su esposa y sus dos hijos. Por entonces yo había proyectado tomar mis vacaciones –había estado dictando cursos en la escuela de verano- y Helen y Chaddy y Odette y Diana también se proponían ir, de modo que volvería a reunirse toda la familia. Lawrence es el miembro de la familia con quien el resto de nosotros tiene menos en común. Nunca lo tratamos mucho, e imagino que por eso lo llamamos Tifty, un sobrenombre que le pusieron cuando era niño, porque cuando atravesaba el vestíbulo en dirección al comedor, para tomar el desayuno, sus pantuflas hacían un ruido que sonaban como “tifty, tifty, tifty”. Así lo llamaba mi padre, y todos los demás adoptaron el nombre. Cuando creció, Diana a veces lo llamaba Jesusito, y mamá a menudo lo llamaba Gruñón. Lawrence nos había inspirado antipatía, pero esperábamos su regreso con una mezcla de aprensión y lealtad, y con un poco de la alegría y del placer de recuperar a un hermano.

Una tarde de fines del verano Lawrence llegó desde tierra firme en la lancha de las cuatro, y Chaddy y yo fuimos a recibirlo. Las arribadas y las partidas del ferry estival exhiben todos los signos exteriores que sugieren un viaje –silbatos, campañillas, carretillas de mano, reuniones y el olor de la brea- pero es un viaje sin importancia, y esa tarde, cuando vi entrar la lancha en el puerto de las olas azules y pensé que estaba terminando un viaje sin importancia, comprendí que se me había ocurrido exactamente el tipo de observación que seguramente habría formulado el propio Lawrence. Buscamos su rostro detrás de los parabrisas cuando los automóviles abandonaron la embarcación, y lo reconocimos fácilmente. Y nos acercamos corriendo, le estrechamos la mano, y torpemente besamos a su esposa y a los niños. -¡Tifty! –gritó Chaddy-. ¡Tifty! –Es difícil juzgar los cambios sobrevenidos en la apariencia de un hermano, pero mientras recorríamos en auto la distancia que nos separaba del Promontorio, Chaddy y yo concordamos en que Lawrence aún parecía muy joven. Él fue el primero en subir a la casa, y nosotros retiramos las maletas de su automóvil. Cuando entré, estaba de pie en la sala, conversando con mamá y Diana. Ellas vestían sus mejores prendas y se adornaban con todas sus joyas, y le ofrecían una bienvenida extravagante; pero incluso entonces, cuando todos trataban de mostrarse muy afectuosos y en una situación en que esos esfuerzos son particularmente fáciles, advertí cierta tensión en la sala. Pensé en el asunto mientras ascendía la escalera llevando las pesadas maletas de Lawrence, y comprendí que nuestras antipatías estás tan arraigadas como nuestras pasiones más dignas, y recordé que cierta vez, hacía de eso veinticinco años, cuando yo había golpeado a Lawrence en la cabeza con una piedra, él se había incorporado y había ido a quejarse directamente a nuestro padre.

Subí las maletas hasta el segundo piso, donde Ruth, la esposa de Lawrence había empezado a acomodar a su familia. Es una muchacha delgada, y parecía que el viaje la había fatigado mucho, pero cuando le pregunté si no deseaba que le subiese una copa, me contestó que no quería desearlo.

Cuando descendí no vi a Lawrence, pero los demás se disponían a beber sus cócteles, de modo que decidimos seguir adelante sin esperarlo. Lawrence es el único miembro de la familia a quien nunca le agradó la bebida. Llevamos los cócteles a la terraza, desde donde podíamos ver los riscos, y el mar y las islas hacia el este, y el retorno de Lawrence y su esposa, la presencia de ambos en la casa pareció reavivar nuestras reacciones ante el espectáculo conocido; se hubiera dicho que nos llegaba el placer que ellos debían sentir con el movimiento y el color de esa costa, después de tan prolongada ausencia. Mientras estábamos allí Lawrence vino subiendo por el sendero desde la playa.

-Tifty, ¿no te parece fabulosa la playa? –preguntó mamá-. ¿No es maravilloso haber vuelto? ¿Quieres un Martini?
-No me interesa –dijo Lawrence-. Whisky, gin… no me importa lo que bebo. Sírveme un poco de ron.
-No tenemos ron –dijo mamá. Era la primera nota áspera. Ella nos había enseñado que nunca debíamos mostrarnos irresolutos, que nunca teníamos que contestar como había contestado Lawrence. Fuera de eso, le preocupa profundamente el buen orden de su casa, y todo lo que parece irregular, por ejemplo beber ron puro o llevar a la mesa una lata de cerveza, le provoca un conflicto al que no puede sobreponerse ni siquiera con su amplio sentido del humor. Percibió la aspereza y trató de enmendarse.
-Tifty querido, ¿deseas un poco de whisky irlandés? -dijo-. ¿No es lo que siempre te agradó? Hay un poco de whisky irlandés en el armario. ¿Por qué no te sirves un poco de whisky irlandés? –Lawrence dijo que no le interesaba. Se sirvió un Martín, y entonces llegó Ruth y fuimos a cenar.

Aunque mientras esperábamos a Lawrence habíamos bebido demasiado, todos hicimos lo posible por demostrar buenas maneras y mantener la paz. Mamá es una mujercita cuyo rostro aún constituye un notable recordatorio de lo bonita que seguramente fue antes, y cuya conversación es por demás intrascendente; pero esa noche habló de un proyecto de recuperación de tierras que están ejecutando en el interior de la isla. Diana es tan bonita como seguramente lo fue mamá; es una mujer vivaz y encantadora que se complace en hablar de los amigos disolutos que conoció en Francia, pero esa noche habló de la escuela de Suiza donde dejó a sus dos hijos. Comprendí que se había planeado la cena de modo que complaciera a Lawrence. No era excesivamente lujosa, y nada había que lo indujera a pensar que nos mostrábamos extravagantes.

Después de la comida, cuando regresamos a la terraza, las nubes emitían esa clase de resplandor que parece sangre, y yo me alegré de que el primer día de su regreso al hogar, Lawrence pudiera gozar de un atardecer tan fastuoso. Hacía pocos minutos que estábamos allí cuando un hombre llamado Edward Chester vino a buscar a Diana. Lo había conocido en Francia, o en el barco que la trajo de regreso al país, y él se proponía permanecer diez días en la posada de la aldea. Fue presentado a Lawrence y a Ruth y después se fue con Diana.

-¿Ahora se acuesta con ése? –preguntó Lawrence.
-¡Qué groserías dices! –exclamó Helen.
-Tifty, deberías retirar lo que dijiste –afirmó Chaddy.
-No sé –dijo mamá con expresión fatigada-. No sé, Tifty. Diana puede hacer lo que quiere, y yo no suelo hacer preguntas sórdidas. Es mi única hija. No la veo a menudo.
-¿Regresa a Francia?
-Vuelve dentro de dos semanas.

Lawrence y Ruth estaban sentados en el borde de la terraza, no en las sillas, ni en el círculo de sillas. Con su boca dura, mi hermano me pareció entonces un clérigo puritano. A veces, cuando intento comprender su actitud mental, pienso en los comienzos de nuestra familia en este país, y la desaprobación que mostró frente a Diana y su amante me recuerdan el tema. La rama de los Pommeroy a la cual pertenecemos fue fundada por un ministro a quien Cotton Mather exaltó por su infatigable adjuración del Demonio. Los Pommeroy fueron pastores hasta mediados del siglo XIX, y la severidad de su pensamiento –el hombre está destinado a sufrir, y toda la belleza terrenal es lasciva y corrupta- se ha conservado en libros y sermones. El temperamento de nuestra familia cambió un poco y llegó a ser más vivaz, pero recuerdo haber conocido en mi infancia a muchos primos que eran hombres y mujeres ancianos que parecían remontarse a los tiempos sombríos del sacerdocio y sentirse animados por la culpa perpetua y la exaltación del castigo divino. Si uno se educa en esta atmósfera –y en cierto sentido fue nuestro caso- el espíritu rechaza con mucha dificultad sus propias tendencias al sentimiento de culpa, la autohumillación, el carácter taciturno y la penitencia; y probablemente a causa de ese género de dificultades había sucumbido el espíritu de Lawrence.

-¿Esa es Casiopea? –preguntó Odette.
-No, querida –respondió Chaddy-. No es Casiopea.
-¿Quién era Casiopea? –preguntó Odette.
-Era la esposa de Cefeo y la madre de Andrómeda –dije.
-La cocinera es fanática de los Gigantes –dijo Chaddy-. Está dispuesta a apostar que ganarán el campeonato.

Había oscurecido tanto que podíamos ver en el cielo el movimiento de la luz del faro de Cabo Heron. En las sombras, bajo el risco, restallaban las detonaciones constantes de la marejada. Y entonces, como hace a menudo cuando oscurece y bebió demasiado antes de la comida, mamá comenzó a hablar de las mejoras y las ampliaciones que un día haría en la casa, y de los anexos, los cuartos de baño y los jardines.

-Dentro de cinco años esta casa se hundirá en el mar –dijo Lawrence.
-Tifty el Gruñón –observó Chaddy.
-No me llames Tifty – dijo Lawrence.
-Jesusito – dijo Chaddy.
-El muro de defensa está muy agrietado –agregó Lawrence-. Lo examiné esta tarde. Ustedes mandaron repararlo hace cuatro años, y costó ocho mil dólares. No se puede hacer eso cada cuatro años.
-Por favor, Tifty –rogó mamá.
-Es la realidad –continuó Lawrence-, y es una idea absurda construir una casa al borde del risco sobre una costa que está hundiéndose. Desde que conozco este lugar, desapareció la mitad del jardín y hay más de un metro de agua donde antes teníamos una casilla.
-Tengamos una conversación muy general –dijo acremente mamá-. Hablemos de política o del baile en el club náutico.
-En realidad –siguió Lawrence-, es posible que la casa ya corra peligro. Con mar muy agitado, si se desencadena un huracán, es probable que se derrumbe el muro y desaparezca la casa. Podríamos ahogarnos todos.
-No aguanto más –dijo mamá. Entró en la despensa y regresó con una copa llena de gin.

Ya soy demasiado viejo para creerme capaz de juzgar los sentimientos ajenos, pero advertí la tensión que había entre Lawrence y mamá, y conocía algunas de las causas. Lawrence tenía apenas dieciséis años cuando llegó a la conclusión de que mamá era frívola, perversa y destructiva, y de que además poseía un carácter excesivamente fuerte. Una vez que adoptó esa posición, decidió separarse de ella. En ese tiempo estaba en un internado, y recuerdo que en Navidad no volvió a casa. Pasó la Navidad con un amigo. Después de formular ese juicio desfavorable acerca de mamá, muy pocas veces vino a casa; y cuando en efecto nos visitaba, en el curso de la conversación siempre trataba de recordarle que él se había separado. Cuando se casó con Ruth, no dijo una palabra a mamá. Tampoco le comunicó el nacimiento de sus hijos. Pero pese a estos predeterminados y prolongados esfuerzos, y a diferencia del resto de la familia, nunca pareció agradarle la separación; y cuando se reúnen uno siente inmediatamente que los envuelve una atmósfera tensa y equívoca.

En cierto sentido fue lamentable que mamá eligiese esa noche para emborracharse. Está en su derecho, y no se embriaga a menudo, y felizmente no se mostró belicosa; pero todos tuvimos conciencia de lo que estaba ocurriendo. A medida que bebía tranquilamente su gin, parecía alejarse con tristeza de todos; como si hubiera iniciado una suerte de viaje. Después, su humor pasó de la excursión viajera al sentimiento de ofensa, y formuló unas pocas observaciones petulantes e inconexas. Cuando su copa ya estaba casi vacía, miró irritada el aire oscuro frente a su nariz, y movió un poco la cabeza, como un buceador. Comprendí que en su mente ya no había espacio para todas las ofensas que comenzaban a acumularse. Sus hijos eran estúpidos, el marido se había ahogado, los criados robaban y la silla que ahora ocupaba era incómoda. De pronto, depositó sobre la mesa la copa vacía e interrumpió a Chaddy, que hablaba de béisbol.

-Una cosa sé –dijo con voz ronca-. Sé que si hay un más allá, tendré una familia muy diferente. Tendré hijos fabulosamente ricos, ingeniosos y encantadores.– Se puso de pie y comenzó a caminar hacia la puerta, y casi se cayó. Chaddy la sostuvo y la ayudó a subir la escalera. Alcancé a oír las afectuosas despedidas, y después Chaddy regresó. Supuse que Lawrence ya debía sentirse fatigado de su viaje y su regreso; pero de todos modos permaneció en la terraza, como deseoso de asistir al desaguisado definitivo; y nosotros lo dejamos allí y fuimos a nadar en la oscuridad.

La mañana siguiente, cuando me desperté o medio me desperté, alcancé a oír el ruido de una persona que peloteaba en la cancha de tenis. Es un ruido más débil y más profundo que el de las campañillas desacordadas de una boya –un tintineo metálico y arrítmico- y en mi mente evoca los comienzos de un día estival, es un grato portento. Cuando descendía la planta baja, los dos hijos de Lawrence estaban en la sala, vestidos con llamativos trajes de vaqueros. Son niños delgaduchos y miedosos. Me dijeron que el padre estaba pasando el rodillo en la cancha de tenis, pero ellos no deseaban salir porque habían visto una serpiente cerca de la puerta. Les dije que sus primos –los restantes niños- estaban desayunando en la cocina, y que ellos debían hacer lo mismo. Al oír mis palabras, el varón comenzó a llorar. Después, su hermana lo imitó. Lloraban como si el acto mismo de ir a la cocina y comer representara la destrucción de sus derechos más preciosos. Les pedí que se sentaran conmigo. Entró Lawrence y le pregunté si quería jugar tenis. Respondió que no, muchas gracias, aunque quizás pudiese sostener un encuentro individual con Chaddy. En eso tenía razón, porque él y Chaddy juegan mejor tenis que yo; y en efecto, después del desayuno jugó varios encuentros con Chaddy pero después, cuando el resto descendió para jugar dobles, Lawrence despareció. Su actitud me contrarió –imagino que sin motivo- pero de todos modos solemos jugar dobles muy interesantes entre los miembros de la familia, y Lawrence habría podido participar aunque sólo fuese por cortesía.

Entrada la mañana, cuando volví solo de la cancha de tenis, vi a Tifty en la terraza; con su cortaplumas estaba retirando un guijarro de la pared.

-¿Qué pasa, Lawrence? –pregunté-. ¿Termitas? –Hay termitas en la madera, y ya nos han dado bastante trabajo.

Me mostró, en la base de cada hilera de guijarros, una suave línea azul de tiza de carpintero.

-Esta casa tiene unos veintidós años –dijo-. Los guijarros tendrán doscientos años. Estoy seguro de que papá compró guijarros en todas las granjas cercanas cuando construyó la casa, porque quería que pareciese venerable. Todavía puedes ver los restos de tiza del carpintero en los sitios en que armó estas antigüedades.

Yo lo había olvidado, pero lo del ripio era verdad. Cuando se construyó la casa, nuestro padre, o su arquitecto, había ordenado que se cubriese por ripio mohoso y gastado por el tiempo. Pero no entendía por qué Lawrence pensaba que era una actitud escandalosa.

-Y mira estas puertas –continuó Lawrence-. Mira estas puertas y los marcos de las ventanas.-Nos acercamos a una gran puerta holandesa que se abre sobre la terraza y miré lo que él me señalaba. Era una puerta relativamente nueva, pero alguien se había esforzado mucho para disimular su condición. Con una herramienta metálica se había lastimado profundamente la superficie, se había aplicado pintura blanca en las incisiones para imitar la brea, el liquen y la acción del tiempo.
-Imagina que se gastaron miles de dólares para lograr que una casa sólida pareciese una ruina –dijo Lawrence-. Imagina la actitud mental que eso implica. Imagina que el deseo de vivir en el pasado es tan intenso que uno paga a los carpinteros para desfigurar la puerta principal. –Entonces recordé la sensibilidad de Lawrence al decurso del tiempo y sus sentimientos y opiniones acerca de nuestras reacciones ante el pasado. Años antes yo le había oído decir que nosotros, nuestros amigos y el grupo social al que pertenecíamos, como nos sentíamos incapaces de afrontar los problemas del presente, lo mismo que un adulto deformado volvíamos los ojos hacia lo que creíamos había sido una época más feliz y más sencilla, y que nuestra propensión a la reconstrucción y a la luz de las velas era una demostración de este fracaso irremediable. La tenue línea azul de la tiza le había recordado estas ideas, la puerta deteriorada las había reforzado y, de pronto, se le ofrecían un indicio tas otro: la severa penumbra de la puerta, el cuerpo macizo de la chimenea, el ancho de las tablas del piso y las clavijas que se habían aplicado a las tablas para que parecieran tarugos. Mientras Lawrence me sermoneaba acerca de estos defectos del carácter, los demás volvieron a la cancha de tenis. Apenas mamá vio a Lawrence, reaccionó, y yo comprendí que no había mucha esperanza de obtener una relación fluida entre la matriarca y el delfín trocado. Mamá aferró del brazo a Chaddy.
-Vamos a nadar y a beber Martinis en la playa –dijo-. Organicemos una mañana fabulosa.

Esa mañana el mar mostraba un color sólido, como piedra verde. Salvo Tifty y Ruth todos fueron a la playa.

-Él no me importa –dijo mamá. Estaba excitada, e inclinó la copa y volcó un poco de gin sobre la arena. –Él no me importa. No me importa que se muestre grosero y horrible y malhumorado, pero lo que no soporto son las caras de sus pobres hijitos, esos niños fabulosamente desgraciados. –Separados por la altura del risco, todos comentaron coléricos la persona de Lawrence; cómo había empeorado en lugar de mejorar, y también que, a diferencia del resto, siempre se esforzaba por arruinar todos los placeres. Bebimos nuestro gin; la crítica violenta pareció alcanzar un crescendo y después, uno por uno, fuimos a nadar en el agua verde compacta. Pero cuando salimos del mar nadie mencionó con desagrado a Lawrence; se suspendió la conversación insultante, como si el ejercicio de la natación hubiese tenido la fuerza depuradora que se atribuye al bautismo. Nos secamos las manos y encendimos cigarrillos, y si se mencionó a Lawrence fue sólo para sugerir amablemente algo que podía complacerlo. ¿Quizás querría navegar hasta la caleta de Barin o ir a pescar?

Y ahora recuerdo que durante la visita de Lawrence salíamos a nadar con más frecuencia que de costumbre, y creo que había una razón que explicaba esa conducta. Cuando la irritabilidad que se acumulaba como consecuencia de su compañía comenzaba a agotar nuestra paciencia, no sólo con Lawrence sino entre nosotros mismos, salíamos a nadar y disolvíamos la irritación en el agua fría. Evoco la imagen de la familia, nerviosa a causa de los desaires infligidos por Lawrence, todos sentados sobre la arena, y los veo internarse en el mar, zambullirse y nadar, y percibo en sus voces cómo se restablece la paciencia y cada uno vuelve a descubrir un fondo de inagotable buena voluntad. Si Lawrence advertía este cambio –esta ilusión de purificación- supongo que habrá encontrado en el vocabulario de la psiquiatría o en la mitología de la Atlántida un nombre pomposo para designarlo; pero no creo que percibiese el cambio. No alcanzó a bautizar a las potencias curativas del mar abierto, pero fue una de las pocas oportunidades de denigrar algo que desaprovechó.

Ese año nuestra cocinera era una polaca llamada Ana Ostrovick; y la habíamos empleado por todo el verano. Una cocinera de primera categoría –una mujer corpulenta, gruesa, animosa y trabajadora que tomaba en serio su tarea. Le agradaba cocinar y que la gente apreciara y comiese lo que ella preparaba, y siempre que la veíamos nos exhortaba a comer. Dos o tres veces por semana horneaba medialunas y brioches, las traía personalmente al comedor y decía: “Coman, coman, ¡coman!”. Cuando la criada llevaba la vajilla de regreso a la cocina, a veces oíamos a Ana que la esperaba allí y decía: “¡Bien! Comen”. Alimentaba al recolector de residuos, al lechero y al jardinero. “¡Coman!”, les decía. “¡Coman, coman!” Los jueves por la tarde iba al cine con la criada, pero los filmes no le agradaban porque los actores eran muy delgados. Permanecía una hora y media sentada en la oscuridad del cine, espiando ansiosa la pantalla, porque deseaba ver a alguien que de veras gozara de la comida. Bette Davis dejaba a Ana la impresión de una mujer que no ha comido bien. “Son tan flacos”, decía cuando salía del cine. Por la noche, después de habernos atiborrado a todos, y de lavar las ollas y las cacerolas, recogía las migajas de la mesa y salía a alimentar a la creación. Ese año teníamos algunas gallinas, y aunque a esas horas ya dormían, Ana volcaba la comida en las artesas y exhortaba a comer a los animales somnolientos. Alimentaba a los pájaros cantores del huerto y a las ardillas del patio. Su aparición al principio del jardín y su voz premiosa –la oíamos llamar: “¡Coman, coman, coman!”, lo mismo que el cañonazo del atardecer en el club náutico y el desplazamiento del rayo de luz de Cabo Heron, había acabado por unirse con esa hora del día. “¡Coman, coman, coman!”, oíamos la voz de Ana. “Coman, coman…” Después, oscurecía.

Tres días después de la llegada de Lawrence, Ana me llamó a la cocina. –Dígale a su madre -dijo- que él no debe entrar en mi cocina. Si él viene a cada rato a mi cocina, yo me marcho. Él siempre está entrando en mi cocina a decirme que soy una mujer muy desdichada. Siempre está diciéndome que trabajo demasiado y no me pagan bastante y que tengo que afiliarme al sindicato, y tener vacaciones. ¡Ah! Es tan flacucho, y sin embargo siempre se mete en la cocina cuando yo estoy trabajando, y viene a compadecerme, pero yo no soy menos que él. Soy igual a todos, y no tengo que soportar que personas como él se crucen a cada rato en mi camino y me compadezcan. Soy una cocinera excelente y famosa y siempre tengo empleo, y si vine a trabajar aquí este verano, la única razón es que antes nunca estuve en una isla, pero mañana mismo puedo tener empleo, y si él siempre viene a mi cocina a compadecerme dígale a su madre que yo me marcho. No soy menos que nadie, y no necesito que ese esqueleto venga a cada rato a decirme que soy una pobre mujer.

Me alegró comprobar que la cocinera estaba de nuestro lado, pero percibí que la situación era delicada. Si mamá pedía a Lawrence que se alejase de la cocina, él aprovecharía la ocasión para ofenderse. Era capaz de ofenderse por todo, y a veces parecía que, cuando se sentaba a la mesa con su rostro sombrío, todas las palabras ofensivas herían inexorablemente a su dignidad, y para el caso poco importaba a quién estuvieran dirigidas en realidad. No mencioné a nadie la queja de la cocinera, pero por una razón o por otra no se suscitaron más dificultades en ese sector.

Después, tuve un entredicho con Lawrence a causa de nuestras partidas de backgammon.

Cuando estamos en el Promontorio, jugamos mucho backgammon. A las ocho, después de beber café, generalmente preparamos el tablero. En cierto modo, es uno de nuestros momentos más agradables. Las lámparas de la habitación todavía están apagadas, Ana está en el jardín penumbroso, y en el cielo, sobre la cabeza de la cocinera, se dibujan continentes de sombras y rojo. Mamá enciende la luz y agita los dados como una señal. Acostumbramos jugar tres partidos cada uno, cada miembro de la familia con el resto. Jugamos por dinero, y uno puede ganar o perder cien dólares en un encuentro, pero las apuestas generalmente son mucho más bajas. Creo que Lawrence solía jugar –no lo recuerdo bien- pero ahora ya no lo hace. No se arriesga. No porque sea pobre o porque afirme determinados principios acerca del juego, sino porque piensa que el juego es absurdo y dedicarse a eso es pura pérdida de tiempo. Sin embargo, se muestra muy dispuesto a perder su tiempo mirando cómo nosotros jugamos. Noche tras noche apenas comenzábamos a jugar, él acercaba una silla al tablero, y miraba las piezas y los dados. Su expresión era desdeñosa, y sin embargo observaba atentamente. Yo me preguntaba por qué nos miraba noche tras noche, y creo que gracias a la observación de las expresiones de su rostro llegué a descubrirlo.

Lawrence no se arriesga, de modo que no puede entender cómo excita ganar y perder dinero. Creo que ha olvidado cómo se juega, de modo que las complejas alternativas del encuentro no le interesan. Sus observaciones tendían a abarcar varios hechos: que el backgammon es un juego para personas ociosas y además un juego de azar, y que el tablero, marcado con puntos, era un símbolo de nuestra inutilidad. Y como no comprende el juego ni sus alternativas y riesgos, llegué a la conclusión de que lo que le interesaba debía ser la familia misma. Cierta noche, yo estaba jugando con Odette –había ganado treinta y siete dólares a mamá y a Chaddy- y creo que entonces comprendí lo que pasaba por su mente.

Odette tiene ojos y cabellos negros. Se cuida de exponer jamás su piel blanca demasiado tiempo al sol, y por eso el sorprendente contraste del negro con el blanco no cambia en verano. Necesita y merece admiración –es lo que la satisface- y coquetea sin mala intención con todos los hombres. Esa noche tenía los hombros desnudos, el corte del vestido mostraba la división de los pechos y los descubría cuando ella se inclinaba sobre el tablero para jugar. Perdía y coqueteaba y conseguía que sus pérdidas pareciesen parte del galanteo. Chaddy estaba en el cuarto contiguo. Odette perdió tres partidos, y cuando concluyó el tercero se recostó en el sofá y mirándome a los ojos dijo algo acerca de un paseo por las dunas para compensar la pérdida. Lawrence la oyó. Yo miré a Lawrence. Pareció sentirse chocado y gratificado al mismo tiempo, como si desde siempre hubiese sospechado que no jugábamos por nada tan insustancial como el dinero. Por supuesto, es posible que yo esté equivocado, pero creo que Lawrence sintió que mientras miraba nuestro encuentro de backgammon estaba observando el desarrollo de una cruel tragedia en la cual el dinero que ganábamos y perdíamos era el símbolo de riesgos más fundamentales. Es muy propio de Lawrence tratar de hallar un significado y un sentido trascendente a todos los gestos que nosotros esbozamos, y puede asegurarse que cuando Lawrence descubre la lógica íntima de nuestra conducta, se revelará que ésta en definitiva tiene un fondo de sordidez.

Chaddy vino a jugar conmigo. Ni a Chaddy ni a mí nos ha agradado jamás perder cuando nos enfrentamos. Cuando éramos niños se nos prohibía jugar juntos, porque siempre acabábamos peleándonos. Creemos conocernos íntimamente. Yo pienso que él es prudente; él cree que yo soy tonto. Siempre hay mala sangre cuando jugamos lo que fuere –tenis o backgammon o softbol o bridge- y en efecto a veces parece que estamos jugando por la posesión de las libertades del antagonista. Cuando juego con Chaddy y pierdo no puedo dormir. Todo esto no es más que la mitad de la verdad de nuestra relación de competencia, pero era la media verdad que Lawrence podía discernir, y su presencia frente a la mesa me molestó tanto que perdí dos encuentros. Traté de disimular la cólera cuando me retiré del tablero. Lawrence me miraba. Salí a la terraza, para asimilar en la oscuridad la irritación que siempre siento cuando pierdo frente a Chaddy.

Cuando volví a la sala, Chaddy y mamá estaban jugando. Lawrence continuaba mirando. Según él veía las cosas, Odette había perdido su virtud conmigo, yo había perdido mi dignidad, arrebatada por Chaddy, y ahora yo me preguntaba qué veía él en el encuentro que estaba desarrollándose. Observaba absorto, como si las fichas opacas y el tablero marcado permitieran una suerte de canje de potencias decisivas. ¡Qué dramáticos debieron parecerle el tablero con su anillo de luz, y los tranquilos jugadores y el estruendo de mar frente a la casa! Aquí podía visualizar una forma de canibalismo espiritual; aquí, bajo sus propias narices, hallaba los símbolos del trato rapaz que los seres humanos se dispensan mutuamente.

Mamá practica un juego astuto, ardiente e impulsivo. Siempre tiene las manos en el tablero del antagonista. Cuando juega con Chaddy, que es su favorito, lo hace prestando la mayor atención posible. Lawrence tendría que haberlo sabido. Mamá es una mujer sentimental. Tiene buen corazón, y éste se deja conmover fácilmente por las lágrimas y la fragilidad, una característica que, como su nariz bien dibujada, no ha variado en absoluto con la edad. El dolor ajeno la inquieta profundamente, y a veces parece que intenta adivinar en Chaddy un pesar, una pérdida tal que ella pueda acudir a socorrerlo y reparar la situación, y reestablecer de ese modo la relación que mantenía con él cuando Chaddy era pequeño y estaba enfermo. A mamá le encanta defender a los débiles y los aniñados, y ahora que todos somos mayores eso le falta. El mundo de las deudas y los negocios, los hombres y la guerra, la caza y la pesca la soliviantaban. (Cuando papá se ahogó, mamá se deshizo de su caña de pescar y de sus escopetas). Nos ha prodigado interminables sermones acerca de la necesidad de la independencia, pero cuando volvemos a ella buscando confortamiento y ayuda –sobre todo si se trata de Chaddy- se diría que revive. Imagino que Lawrence pensó que la mujer entrada en años y su hijo estaban jugando para conquistar cada uno el alma del otro.

Mamá perdió.

-Oh, Dios mío –dijo. Se la veía deprimida y agobiada, como ocurre siempre que pierde. –Tráeme los anteojos, tráeme la chequera, tráeme algo de beber.

Lawrence se puso al fin de pie y estiró las piernas. Nos miró con expresión sombría. El viento y el mar golpeaban con más fuerza, y me pareció que si él oía las olas seguramente le parecían nada más que una oscura respuesta a todas sus oscuras preguntas; que pensaba que la marea había apagado las brasas de los fuegos de nuestro picnic. La compañía de una mentira es intolerable; y Lawrence parecía la expresión misma de una mentira. Yo no podía explicarle los sencillos e intensos placeres de jugar por dinero, y me parecía repulsivamente errado que él se hubiera sentado frente al tablero y hubiese llegado a la conclusión de que cada uno de nosotros jugaba para conquistar el alma del antagonista. Caminó inquieto por la habitación, dos o tres veces, y después, como de costumbre, nos envió el tiro final.

-Yo diría que ustedes están locos –dijo-, aferrados así, unos con otros, noche tras noche. Vamos, Ruth, voy a acostarme.

Esa noche soñé con Lawrence. Vi su rostro ingrato convertido en una máscara de fealdad, y cuando desperté por la mañana sentía náuseas, como si hubiese sufrido una grave pérdida espiritual mientras dormía, como si hubiese perdido valor y ánimo. Era absurdo que me dejase perturbar por mi hermano. Yo necesitaba unas vacaciones. Necesitaba aflojar la tensión. En la escuela vivimos en uno de los dormitorios colectivos, comemos en el comedor del establecimiento y jamás salimos. No sólo enseño inglés invierno y verano sino que trabajo en el despacho del director y disparo la pistola en las carreras de posta. Necesitaba alejarme de eso y de todas las restantes formas de ansiedad, y decidí evitar a mi hermano. Ese día temprano llevé a navegar a Helen y a los niños, y permanecimos fuera de la casa hasta la hora del almuerzo. Al día siguiente salimos de picnic. Después, tuve que ir un día a Nueva York, y cuando regresé tuve ante mí la perspectiva del baile de disfraz en el club náutico. Lawrence no quería asistir, y en esa fiesta yo siempre me divierto muchísimo.

Ese año, las invitaciones decían que uno podía ir como se le antojara. Después de varias conversaciones, Helen y yo habíamos decidido qué podíamos usar. Según afirmó, ella deseaba sobre todo volver a ser novia y por lo tanto decidió usar su vestido de bodas. Me pareció que era una idea acertada: sincera, alegre y barata. Su elección influyó sobre la mía, y decidí usar un viejo uniforme de fútbol. Mamá resolvió disfrazarse de Jenny Lind, porque en el desván se guardaba un viejo vestido de Jenny Lind. Los demás prefirieron alquilar disfraces, y cuando fui a Nueva York conseguí las ropas. Lawrence y Ruth no participaron en esto.

Helen era miembro de la comisión encargada de la fiesta, y dedicó la mayor parte del viernes a adornar el club. Diana y Chaddy y yo fuimos a navegar. Ahora casi siempre navego en Manhasset, y estoy acostumbrado, al regreso, a guiarme por la barcaza que trae la gasolina y los techos de aluminio del galpón de botes, y esa tarde, cuando volvíamos, fue un placer mantener la proa enfilada sobre la línea del campanario blanco de la iglesia, en la aldea, y descubrir que incluso el agua del canal era verde y limpia. Al cabo de nuestra salida, nos detuvimos en el club para recoger a Helen. La comisión había intentado dar a la sala de baile el aspecto de un submarino, y como casi habían logrado crear esa ilusión, Helen se sentía muy feliz. Regresamos en automóvil al Promontorio. Había sido una tarde magnífica, pero en el camino a casa pudimos oler el viento del este –el viento sombrío, como habría dicho Lawrence- que venía del mar.

Mi esposa, Helen, ha cumplido treinta y ocho años, y supongo que tendría los cabellos canos si no se los tiñese, pero se los tiñe de un amarillo discreto –un color desvaído- y yo creo que eso le sienta. Esa noche, mientras se vestía, preparé cócteles, y cuando subí a llevarle una copa la vi con su traje de bodas por primera vez desde que nos casamos. No tendría sentido decir que me pareció más hermosa que el día de nuestra boda, pero como ahora tengo más años y según creo sentimientos más hondos, y porque esa noche pude ver en su rostro al mismo tiempo la juventud y la edad, es decir tanto su felicidad a la joven que ella había sido como las cosas que ha rendido con elegancia al paso del tiempo, creo que nunca me sentí tan profundamente conmovido. Ya me había puesto el uniforme de fútbol, y su peso, y el peso de los pantalones y las hombreras, habían provocado un cambio en mí, como si al vestir esas viejas prendas yo hubiese desechado los razonables sentimientos de ansiedad y las perturbaciones de mi vida. Era como si ambos hubiésemos retornado a los años anteriores a nuestro matrimonio, a los años que precedieron a la guerra.

Los Collard ofrecieron una gran cena antes del baile, y nuestra familia –excepto Lawrence y Ruth- se contó entre los invitados. Fuimos en automóvil al club, a través de la niebla, alrededor de las nueve y media. La orquesta tocaba un vals. Mientras yo entregaba mi impermeable alguien me dio una palmada en la espalda. Era Chucky Ewing, y lo divertido del caso era que Chucky vestía un uniforme de fútbol. A los dos la cosa nos pareció infernalmente cómica. Estábamos riéndonos cuando atravesamos el corredor que lleva al salón de baile. Me detuve en la puerta para contemplar la fiesta, y de veras era hermoso. La comisión había colgado redes de pescar a los costados y del cielo raso. Las redes del cielo raso estaban llenas de globos de colores. La luz era suave e irregular, y la gente –nuestros amigos y vecinos- bailaba en la suave luz a los sones de “Las tres de la mañana”, y formaban un hermoso cuadro. De pronto, vi que muchas mujeres estaban vestidas de blanco y comprendí que, lo mismo que Helen, habían elegido vestidos de boda. Patsy Hewitt y la señora Gear y la chica Lackland pasaron danzando, vestidas de novias. Después, Pep Talcott se acercó adonde estábamos Chucky y yo. Se había disfrazado de Enrique VIII, pero nos dijo que los mellizos Auerbach y Henry Barrett y Dwight Mac Gregor habían venido con uniformes de fútbol, y que según la última cuenta habían diez novias en el salón.

Esta coincidencia tan divertida hizo reír a todos, de modo que la fiesta fue una de las más animadas que hemos visto en el club. Al principio, creí que las mujeres se habían combinado para usar vestidos de boda, pero bailé con varias y me dijeron que era coincidencia, y por mi parte estaba seguro de que Helen había adoptado sola su decisión. Para mí todo anduvo sobre rieles hasta poco antes de medianoche. Vi a Ruth de pie al borde de la pista. Llevaba un largo vestido rojo. Lo cual estaba muy mal. Ciertamente, no era el espíritu de la fiesta. Bailé con ella, pero nadie se acercó, y por cierto yo no pensaba pasar el resto de la noche bailando con Ruth, y por eso le pregunté dónde estaba Lawrence. Dijo que afuera, en el muelle, y yo la llevé al bar, la dejé allí y salí a buscar a Lawrence.

La niebla del este era espesa y húmeda, y Lawrence estaba solo en el muelle. No se había disfrazado. Ni siquiera se había molestado en parecer un pescador o un marinero. Se lo veía especialmente sombrío. La niebla nos envolvía como un humo frío. Hubiera deseado que fuese una noche clara, porque la niebla que venía del este parecía hacer el juego de mi misantrópico hermano. Y comprendí que las boyas –los engranajes y las campanas que alcanzábamos a oír- sin duda le parecían gritos de seres semi humanos, medio ahogados, a pesar de que todos los marineros saben que las boyas son artefactos necesarios y dignos de confianza, y yo sabía que la sirena del faro para él implicaba la pérdida del rumbo y la muerte, y que era capaz de interpretar erradamente la alegría de la música bailable.

-Entremos, Tifty –dije-, y baila con tu esposa o consíguele compañeros.
-¿Por qué tengo que hacerlo? – dijo-. ¿Por qué tengo que hacerlo? - Y se acercó a la ventana y observó la fiesta. –Mira –dijo-, Mira eso…

Chucky Ewing se había apoderado de un globo y trataba de organizar una línea de jugadores de fútbol en medio del salón. El resto bailaba un samba. Y comprendí que Lawrence miraba con expresión sombría la fiesta, del mismo modo que había mirado el ripio castigado por el tiempo de nuestra casa, como si viese aquí un modo de insultar y deformar el tiempo; como si nuestro deseo de parecer novias y jugadores de fútbol revelase el hecho de que, ahora que se había apagado en nosotros la luz de la juventud, no fuéramos capaces de encontrar otras luces que iluminaran nuestro camino y, privados de fe y principios, hubiésemos caído en el absurdo y la melancolía. Y que pensara tal cosa de tanta gente buena, feliz y generosa me irritó, me llevó a sentir hacia él un aborrecimiento tan antinatural que me avergoncé, porque es mi hermano y es un Pommeroy. Le pasé el brazo sobre los hombros y traté de obligarlo a entrar, pero no quiso.

Regresé a tiempo para el Gran Desfile, y después que se distribuyeron los premios a los mejores disfraces, soltaron los globos. Hacía mucho calor en el salón, y alguien abrió las grandes puertas que comunicaban con el muelle, y el viento del este recorrió el salón y salió, llevándose la mayoría de los globos hacia el muelle y después al agua. Chucky Ewing salió corriendo en pos de los globos, y cuando vio que sobrepasaban el muelle y se posaban en el agua, se quitó el uniforme de fútbol y se zambulló. Entonces, Eric Auerbach hizo lo mismo y Lew Phillips otro tanto y yo también, y ya se sabe cómo es una fiesta después de medianoche, cuando la gente comienza a sacudirse en el agua. Recuperamos la mayoría de los globos y nos secamos y continuamos bailando, y no regresamos a casa hasta la mañana.

Al día siguiente se inauguraba la exposición floral. Mamá y Helen y Odette habían enviado flores. Tomamos un almuerzo improvisado y Chaddy llevó a la muestra a las mujeres y los niños. Yo dormí una siesta, y a media tarde conseguí unos pantaloncitos y una toalla, y cuando salía de la casa pasé frente a Ruth, que estaba en el lavadero. Estaba lavando ropa. No sé por qué ella siempre parece tener mucho más trabajo que todo el mundo; lo cierto es que siempre está lavando o planchando o remendando ropas. Quizás cuando era niña le enseñaron a pasar así el tiempo, o también es posible que la domine cierta pasión expiatoria. Se diría que friega y plancha con fervor penitente, aunque no alcanzo a imaginar qué pecado cree haber cometido. Sus hijos la acompañan en el lavadero. Les ofrecí ir conmigo a la playa, pero no quisieron.

Era fines de agosto, y el viento que soplaba desde tierra tenía un hálito vinoso a causa de las vides silvestres que crecen profusamente en toda la isla. Hay un bosquecillo de enredadera al final del sendero, y después uno trepa las dunas, donde sólo hay pasto duro. Alcanzaba a oír el mar, y recuerdo que pensé que Chaddy y yo solíamos hablar místicamente del mar. Cuando éramos jóvenes, habíamos llegado a la conclusión de que jamás podríamos vivir en el Oeste porque extrañaríamos el mar. “Esto es muy bonito”, solíamos decir cortésmente cuando visitábamos a la gente de las montañas, “pero extrañamos el Atlántico”. Acostumbrábamos mirar con aire de superioridad a la gente de Iowa y Colorado, a quienes se había negado esta revelación, y desdeñábamos al Pacífico. Ahora, yo podía oír las olas, cuya pesantez sonaba como una reverberación, como un tumulto, y me agradaba como me había agradado muchos años antes, y parecía poseer una fuerza depuradora, como si limpiase mi memoria, entre otras cosas, de la imagen penitente de Ruth en el lavadero.

Pero Lawrence estaba en la playa. Se había sentado. Entré en el agua sin hablar. El agua estaba fría, y cuando salí me puse una camisa. Le dije que pensaba caminar hasta la Punta Tanners, y él contestó que me acompañaría. Traté de caminar al lado de Lawrence. Sus piernas son más largas que las mías, pero siempre le agrada adelantarse un poco a su acompañante. Caminando detrás de Lawrence, mirando su cabeza inclinada y sus hombros, me pregunté cómo interpretaría el paisaje.

Había dunas y riscos, y cuando éstos descendían, algunos campos que habían comenzado a virar del verde al pardo y el amarillo. Los campos se usaban para apacentar ovejas, y creo que Lawrence habrá advertido que el suelo estaba erosionado y que las ovejas tenían que acelerar el proceso de decadencia. Después de los campos hay algunas granjas costeras, con casas cuadradas y acogedoras, pero Lawrence habría podido destacar la vida dura del agricultor de las islas. Del otro lado, el mar era mar abierto. Nosotros siempre decimos a los invitados que allí, hacia el este, se extiende la costa de Portugal, y para Lawrence sin duda ha de ser fácil pasar de la costa de Portugal a la tiranía de España. Las olas rompían con un ruido que parecía repetir “hurra, hurra, hurra”, pero en los oídos de Lawrence debían sonar “adiós, adiós”. Imagino que a su mente odiosa e incisiva se le habrá ocurrido que la costa era una morena terminal, el borde del mundo prehistórico, y que también habrá pensado que tanto en espíritu como materialmente recorríamos el borde del mundo conocido. Y si por cualquier razón omitía ese hecho, venían a recordárselo algunos aviones de la marina que estaban bombardeando una isla deshabitada.

Esa playa es un vasto paisaje, mágicamente limpio y sencillo. Es como un fragmento lunar. La marea había apisonado el suelo, de modo que era fácil caminar, y todo lo que quedaba sobre la arena había sido modificado dos veces por las olas. Estaba el esqueleto de una concha, un palo de escoba, parte de una botella y un pedazo de ladrillo, ambos golpeados y quebrados hasta ser casi irreconocibles, e imagino que el ánimo melancólico de Lawrence –pues mantenía gacha la cabeza- pasaba de una cosa rota a otra. La compañía de su pesimismo comenzó a irritarme, y lo alcancé y apoyé una mano en su hombro.

-Tifty, no es más que un día de verano –dije-. Nada más que un día de verano. ¿Qué pasa? ¿No te gusta?
-No me gusta –dijo suavemente, sin levantar los ojos-. Venderé a Chaddy mi parte de la casa. No esperaba pasarlo bien. Vine únicamente para despedirme.

Dejé que se adelantara nuevamente, y caminé detrás, mirando sus hombros y pensando en todas las despedidas en las que había participado. Cuando papá se ahogó, fue a la iglesia y se despidió de nuestro padre. Apenas tres años después llegó a la conclusión de que mamá era una mujer frívola y se despidió de ella. Durante su primer año en la universidad había sido muy buen amigo de su compañero de cuarto, pero el muchacho bebía demasiado, y al comienzo del período de primavera Lawrence cambió de compañero de pieza y se despidió de su amigo. Ya llevaba dos años en la universidad, y llegó a la conclusión de que la atmósfera era excesivamente cerrada, y se despidió de Yale. Se inscribió en Columbia y allí obtuvo su diploma de abogado, pero descubrió que su primer patrón era deshonesto, y al cabo de seis meses se despidió de un buen empleo. Se casó con Ruth en el registro civil y se despidió de la Iglesia Episcopal Protestante; fueron a vivir a una calle retirada de Tuckahoe y se despidió de la clase media. En 1938 fue a Washington para trabajar como abogado del gobierno, y se despidió de la empresa privada; pero después de pasar ocho meses en Washington llegó a la conclusión de que el gobierno de Roosevelt tendía al sentimentalismo, y decidió despedirse. Salieron de Washington y fueron a un suburbio de Chicago, y allí se despidió sucesivamente de sus vecinos, culpables de embriaguez, hastío y estupidez. Se despidió de Chicago y fue a Kansas; se despidió de Kansas y fue a Cleveland. Ahora, se había despedido de Cleveland para volver otra vez al Este, y se había detenido en el Promontorio el tiempo necesario para despedirse del mar.

Todo eso era elegíaco y era reaccionario y estrecho, y confundía la pedantería con el carácter, y yo deseaba ayudarlo.

-Sal de todo eso –le dije-. Tifty, sal de todo eso.
-¿Qué salga de qué?
-Que salgas de esa actitud sombría. Abandónala. No es más que un día de verano. Estás arruinando tu propia diversión y la de todos. Tifty, necesitamos las vacaciones. Yo las necesito. Tengo que descansar. A todos nos viene bien. Y tú consigues que todos se sientan nerviosos y molestos. En todo el año tengo sólo dos semanas. Dos semanas. Necesito pasarlo bien, y lo mismo digo de todos los demás. Necesitamos descansar. Crees que tu pesimismo es una ventaja, pero no es más que la negativa a aceptar las realidades.
-¿Cuáles son las realidades? –preguntó-. Diana es una mujer tonta y promiscua. Lo mismo que Odette. Mamá es alcohólica. Si no se controla, dentro de un año o dos estará en un hospital. Chaddy es deshonesto. Siempre lo fue. La casa amenaza caerse al mar. –Me miró y agregó, como si acabara de ocurrírsele: -Tú eres un tonto.
-Tú eres un hijo de puta amargado –dije-. Un hijo de puta amargado.
-Sácame de encima tu cara gorda –dijo. Y siguió caminando. Entonces, alcé una raíz y acercándome por detrás –aunque antes jamás había golpeado por detrás a un hombre- eché hacia atrás el brazo que sostenía la raíz, cargada de agua de mar, y el impulso aceleró el movimiento de mi brazo y descargué un golpe sobre la cabeza de mi hermano, y él cayó de rodillas en la arena, y vi que le brotaba sangre y comenzaban a oscurecérsele los cabellos. Entonces, quise que muriese, que estuviese muerto y listo para ser enterrado, no enterrado pero sí listo para ser enterrado, porque no deseaba que nos privara de la decorosa ceremonia del servicio fúnebre, cuando llegase el momento de expulsarlo de mi conciencia, e imaginé a todo el resto de la familia –Chaddy y mamá, y Diana y Helen- velando el cadáver en la casa de la calle Belvedere, demolida hace veinte años, recibiendo en la puerta a los invitados y los parientes, y respondiendo con educado pesar a sus educadas condolencias. No faltaba ningún detalle decoroso, de modo que aunque lo habían asesinado en una playa uno debía sentir antes de que concluyese la fatigosa ceremonia que él había llegado al ocaso de su vida y que era consecuencia de una ley natural, una hermosa ley, que Tifty fuese enterrado en el suelo frío, muy frío.

Aún estaba arrodillado. Miré a un extremo y al otro. Nadie nos había visto. La playa desnuda, como un fragmento lunar, se sumergía en la invisibilidad. El resto de una ola, en un movimiento saltarín, llegó hasta el lugar en que él se arrodillaba. Aún hubiera deseado acabarlo, pero ahora había comenzado a comportarme como si en mí se hubiesen reunido dos hombres, el asesino y el samaritano. Con un rugido veloz, como un vacío hecho sonido, una ola blanca lo alcanzó y lo rodeó, se agitó sobre sus hombros y yo lo sostuve para evitar que el reflujo lo arrastrase. Después, lo llevé a un lugar más alto. La sangre se había extendido sobre sus cabellos, de modo que ahora parecía negra. Me quité la camisa y la desgarré para vendarle la cabeza. Estaba consciente y no me pareció que la herida fuese grave. No habló. Tampoco yo hablé. Después, lo dejé allí.

Recorrí un corto trecho de la playa y me volví para mirarlo, y en ese instante pensaba en mi propio pellejo. Él se había incorporado y parecía seguro sobre sus pies. Aún había bastante luz diurna, pero el viento marino traía vapores de brea que soplaban como una suave bruma, y cuando me alejé un poco de Lawrence apenas pude ver su figura sombría en la oscuridad. Alcanzaba a ver por toda la playa el movimiento del denso aire salino. Después, le di la espalda y cuando estuve más cerca de la casa volví a nadar, como según parece hice durante todo ese verano después de cada encuentro con Lawrence.

Cuando regresé a la casa, me recosté en la terraza. Los demás regresaron. Pude oír a mamá que criticaba los arreglos florales que habían conquistado algunos premios. Ninguno de los nuestros había ganado nada. Después, la casa se acalló, como ocurre siempre a esa hora. Los niños fueron a la cocina a cenar y el resto subió al piso alto para bañarse. Después, oí los movimientos de Chaddy que preparaba cocteles, y se reanudó la conversación acerca de los jueces de la muestra floral. De pronto, mamá gritó:

-¡Tifty! ¡Tifty! ¡Oh, Tifty!

Estaba de pie en la puerta y parecía medio muerto. Se había quitado la venda ensangrentada y la sostenía en la mano.

-Mi hermano me hizo esto –dijo-. Mi hermano me lo hizo. Me golpeó con una piedra… o algo así… en la playa. –La voz se le quebró de compasión de sí mismo. Pensé que se echaría a llorar. Nadie habló.
-¿Dónde está Ruth? ¿Dónde está Ruth? ¿Dónde mierda está Ruth? Quiero que empiece a empacar. No quiero perder más tiempo aquí. Tengo cosas importantes que hacer. Tengo cosas importantes que hacer. –Y subió la escalera.

A la mañana siguiente partieron en la lancha de las seis. Mamá se levantó para despedirlos, pero fue la única, y es fácil imaginarse la tensión de la escena, la matriarca y el delfín trocado, mirándose con un desaliento que debió asemejarse a las potencias del amor puestas del revés. Oí las voces de los niños y el ruido del automóvil que descendía por el sendero, y me levanté y me acerqué a la ventana, ¡y qué mañana! ¡Dios mío, qué mañana! Soplaba viento del norte. Un aire límpido. En el calor temprano, las rosas del jardín olían como jalea de frutillas. Mientras me vestía oí el silbato de la lancha, primero la señal de advertencia y después el doble golpe de sirena, y alcancé a ver la buena gente de la cubierta alta bebiendo café en frágiles tazas de papel y a Lawrence a proa, diciendo al mar: “Thalassa, Thalassa”, mientras sus niños tímidos e infelices miraban la creación aferrados por los brazos de su madre. Las boyas seguramente repicaban su toque de difuntos para Lawrence, y aunque la gracia de la luz dificultaba mucho no abrir los brazos y proferir exclamaciones exultantes, los ojos de Lawrence sin duda exploraban el mar oscuro que se extendía a popa; y pensaría en el fondo, oscuro y extraño, donde a sus buenas cinco brazas yace nuestro padre.

Oh, ¿qué puede hacerse con un hombre así? ¿Qué puede hacer uno? ¿Cómo disuadir a su ojo de modo que en una multitud no distinga la mejilla con acné, la mano deforme; cómo enseñarle a reaccionar ante la grandeza inestimable de la raza, y la dura belleza superficial de la vida; cómo llevar su mano para que palpe las verdades obstinadas ante las que el miedo y el error son impotentes? Esa mañana el mar apareció iridiscente y oscuro. Mi hermana y mi esposa –Helen y Diana- nadaban, y vi sus cabezas, negro y oro en el agua oscura. Las vi salir y vi que estaban desnudas, desvergonzadas, bellas y plenas de gracia, y contemplé a las mujeres desnudas saliendo del mar.






8 comentarios:

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